jueves, 11 de agosto de 2011

Doña AGUSTINA



No voy a negar, que yo estaba presente cuando ella tomó la sorpresiva decisión.Que había echado a perder el jardín con tanto insecticida. Que no podía salir de la habitación para no toparse con los helechos retorcidos, ni con el matorral de  limonarias carbonizadas.

Que no soportaba un minuto más, el peso de semejante crimen ecológico. Que desde aquel día fatal, los mosquitos no dejaban de acosarla y clavarle aguijones malditos a lo largo y ancho de sus 130 kilos de carne mundana. Que desde entonces, los insectos parecían salir de la nada, como por generación espontanea en todos los rincones de la casa. Hasta me mostro el cadáver de una cucaracha enorme con cara de Gregorio Samsa, con la que había sostenido una lucha reciente en su propio lecho.

No encontré ningún argumento convincente para obligarla a abandonar la idea. Ni siquiera hice el esfuerzo de buscar alguno, en los bolsillos de mi compasión. Lo que veía venir, complacía hasta la última célula de mi existencia. La tragedia que flotaba en el aire me parecía ideal.
                                                                                                                     
Tenía al alcance de mis emociones, la rabia que me provocaba su terquedad. Su carácter explosivo, dominante, obsesivo, abusivo. Absurdas prohibiciones, como la de no permitirme afeitarme las piernas, ni las axilas, ni cortarme el cabello, aun a mis 28 años cumplidos. 

Callé a más no poder. Cuando me pareció que el desenlace era inminente, me mordí los labios hasta sangrar, para no decirle: adelante Doña Agustina, pase usted al más allá. Váyase  a la otra vida y déjeme vivir la mía.

Ni siquiera cerré los ojos, cuando ella tomo las tijeras del  antiguo costurero de mi madre muerta y la vi clavarlas en su yugular, con una gracia de domador de circo, que hasta ese día le descubrí.



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